El alba empezaba a despuntar en el horizonte. Heinrich, extenuado por la larga vigilia después del combate agotador del día anterior, respiró aliviado. Nunca había sentido temor de la oscuridad, pero los sucesos de los últimos días y las temibles criaturas a las que había tenido que enfrentarse habían hecho mella en su espíritu. Hasta tal punto estaba aterrorizado por tener que pasar la noche solo en una granja abandonada en medio del campo de batalla donde el día anterior habían muerto la gran mayoría de sus compañeros de armas, que no había logrado conciliar el sueño más allá de unos pocos minutos plagados de pesadillas.
Heinrich salió cautelosamente de su refugio, pues no estaba muy seguro de quién había salido vencedor de la matanza en que se había convertido la ofensiva liderada por el Emperador. Lo último que recordaba Heinrich poco antes de verse separado de sus hombres por una marea de pieles verdes que había surgido de la nada, era la terrible visión de Archaón asestando un golpe letal al Gran Elegido.
El único sonido que se escuchaba era el graznido de los ahitos cuervos que todavía picoteaban entre los cadáveres en busca de las partes más jugosas de la carroña que cubría el campo hasta más allá de lo que abarcaba la vista. Fuere cual fuere el resultado de la batalla, parecía evidente que todas las fuerzas se habían alejado de la zona. Un poco más confiado en sus posibilidades de supervivencia, se puso en marcha para buscar a los hombres de su unidad que pudiera reunir antes de, esperaba, poder regresar a casa.